jueves, 11 de noviembre de 2010

onsra

}A LOS HIJOS DEL BARRO ≡ 1{

ni la espina dorsal de la noche
osará mantenerse a paso firme
ante los relojes fatigados de espera

los fantoches ostentarán la miel de los cangrejos

los hijos del barro
-los sicarios-
cegados por la nomenclatura del viento
aprenderán a pulir baldosas
hasta que sus ponderosos rostros
se reflejen

Z. Pagán
(febrero, 2009)

Canción: "Sufre como yo"
Intérprete: Albert Pla
Disco: Supone Fonollosa (1995)
poema "Kennamore Street" de José María Fonollosa
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martes, 9 de noviembre de 2010

sótano tour 2006



el sótano 00931
revista literaria . puerto rico

La revista El Sótano 00931 está próxima a cumplir su primera década de quehacer literario. Como preámbulo a dicha celebración, re-editamos para ustedes el video "sótano tour". ¡Qué lo disfruten!
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sábado, 16 de enero de 2010

bang


qué importa si tienes algo que decir

tu cara de nadie   tu viciado apellido

tus cinco pies con cuatro pulgadas

inspiran menos que lástima

la simple indiferencia hacia lo invisible

hay tanto pendejo con biografía...


aún cuando ya tienes edad suficiente

para abrir sin avioncitos la boca

y pegarte un tiro
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lunes, 27 de julio de 2009

alerta rosa!!


Fulano:

Acá, tan acostumbrados al trauma de las invasiones, nos acaba de burlar el espacio aéreo (y de seguro el mar íntimo), una estampida de microscópicos cerdos que viajan de estornudo en estornudo, sembrando el caos por las calles y los hospitales. Están prohibidos, aunque las repelentes mascarillas lo impiden o poco inspiran, los besos de lengua, así como también los abrazos y los apretones de manos. La gente, sin darse cuenta, se saluda desde lejos, extendiendo el brazo erguido a 45°, hasta las falanges. Cual versión apocalíptica de una película de Sylvester Stallone, el sexo hay que realizarlo sin mediar el intercambio de fluidos, aunque algunos han optado por volver a viejos métodos artesanales. La prensa nos intimida con cifras que aumentan desproporcionadamente las camadas de virulentas muertes. Mientras por la tele transmiten, una y otra vez, cierta versión retro de los tres cerditos, en la que un lobo, ya bastante jodido de los pulmones, es acechado en su humilde hogar de pensionado, por una piara de gadareanos cerdos que insisten en desollarle la piel de caperuza hasta las últimas capas. Pareciera una campaña de odio gestada por los descendientes de todos los porcinos vilmente asesinados y empalados, o como eufemísticamente llamamos por estas sínsoras: asaos a la vara. Como imaginarás, están suspendidas las festividades navideñas hasta nuevo aviso o Nueva Era, que hay quien rumora son lo mismo. Estamos en Estado Libre Asociado de sitio. Al no poder salir, los cuatro muros de nuestras casas se han convertido en hacinados corrales, como aquellos en los que solemos confinar a los de piel rosada hasta la Noche Buena. Sólo espero que cada uno de nosotros no tenga la suya…

Un abrazo con sanitizer,
Juan Bobo
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lunes, 20 de julio de 2009

flor y nata


por excluirme de toda antología
por negarte a pagar un trago
por no invitarme a la fiesta de tus quince
por cargar el ajuar a mi cuenta
por multarme...
por cuestionar mi sagrada hombría
por ventilar el pasado de mi madre
por cobrarme por adelantado
por no querer bailar conmigo
por colárteme en la fila
por bofetearme...
por follarte a mi prima hermana
por joderme el crédito
por tapar demasiado tu examen
por prescindir de mis servicios
por dejarme fuera de la foto
por llevarme ante un notario
por haberte ido a la fuga
por la alevosía con la que te vengas
por tu mala leche
te amo

fulano
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jueves, 14 de mayo de 2009

Ganadores de los Premios de Literatura Joven de la XII Feria del Libro de Santo Domingo * 2009


El sábado 25 del pasado mes de abril, a las seis y media de la noche, timbró el móvil. No era una llamada esperada: Carlos Roberto y los muchachos de Isla Negra andaban por la Feria del Libro de Santo Domingo y habían presenciado mi alegría antes que yo. Aquella llamada se multiplicó muchas veces... Entendí que el mundo está a un timbrazo, y que los cinco minutos iluminados de Amanda –tantas noches entonados junto a mi querida comadre la Mirna y nuestro amado gato negro- fueron una canción de Aventura vibrando desde mi móvil.

En esta alegría somos dos: Maximiliano Rodríguez, proveniente de allá, donde se exilió el voseo; y yo, desde esta sínsora extraña... Comparto, pues, un tantito de los dos libros que obtuvieron el premio internacional de literatura joven de la XII Feria del Libro en Santo Domingo, en las categorías de cuento y poesía. Brindo, desde ya, por la segunda columna vertebral y el zozobra, que han de conocerse el próximo año. ¡Salud!

Premio Joven de Cuento de la Feria del Libro * Santo Domingo 2009


Maximiliano Ariel Rodríguez

Nacido el 31 de marzo de 1982. Bibliotecario Escolar y Profesional recibido en 2004. Desde 2004 trabaja en bibliotecas escolares, y desde 2007 en la Biblioteca Americana del Museo Mitre. Cursó materias del profesorado en Lengua y Literatura en el I.S.F.D. Nº29 de Merlo sin culminar la carrera. Asistió al taller literario “Letras Nativas”, coordinado por la Lic. Marianela Beade Harbin. Actualmente se encuentra cursando guión de Cine y TV con la productora, directora y guionista Sabrina Farji. Algunos de sus cuentos fueron incluidos en antologías obteniendo premios y menciones como el 2do Premio en el 6º CONCURSO LITERARIO de NARRATIVA LIBRE “LEOPOLDO LUGONES” y una mención de honor en el CONCURSO DE CUENTO HAROLDO CONTI (jurado: Daniel Guebel, Angela Pradelli y Guillermo Martínez).

Segunda columna vertebral

If  I cut off your arms and cut off your legs
Would you still love me anyway?
If you're bound and you're gagged, draped and displayed
Would you still love me anyway?
—Misfits

     El agua estaba tan caliente, quemaba tanto, que ya sentía frío en su espalda, en sus manos. Las manos se volvían más sensibles, más blanditas, el vapor entraba en sus pulmones, oxígeno vital humedeciendo su garganta. Cerró la canilla rápido, y agarró la toalla. Tras el vapor, reflejada en el espejo, su cara parecía más limpia, sus ojos, adormecidos. Pero ya no tenía diecisiete años, los treinta habían empezado a labrar unos surcos en su frente, en las comisuras de sus ojos. Tal vez fue la humedad o el movimiento, pero en el momento en que acomodó el espejo, pues creía que su rostro se veía más viejo debido a un mal reflejo o algo por el estilo, de atrás de éste se asomó la punta de una hoja. Con ese triangulito diminuto de papel amarillento que sobresalía bajo el espejo le volvieron a la memoria mil imágenes de su mujer. Axaia, a los diecisiete años, sus ojos, su cuello, su nuca, su espalda, pero sobre todo su poca preocupación, sus modales, sus pocos modales. Recordó, ahora sí, después de trece años, cómo había metido ese papelito detrás del espejo, entre la madera y el vidrio. Recordó que estaba nervioso, y que, bajo esas circunstancias, hacía cosas inconscientemente, como despegar la pintura vieja de algunos lugares, escribir su nombre en cualquier parte, o doblar boletos o chapitas, todo sin tener noción de lo que estaba haciendo; porque bien podía sacar la pintura de un auto que no era suyo, escribir sobre muebles o papeles importantes, o en este caso, doblar y esconder un papel en el espacio entre el espejo y el mueble que lo sostenía.

     Así que tomó la punta del papel y tiró hasta sacarlo. Era un dibujito que había hecho Axaia, semanas antes de terminar la escuela secundaria. Tenía un paisaje extraño, con una fuente y algunos árboles de formas inverosímiles. En realidad, el paisaje entero quedaba afuera de toda forma convencional. Así solía hacer sus dibujos, las nubes verdes y azules, animales fantásticos y plantas siempre en colores que contrastaban con esta fauna. Abajo tenía una inscripción con la misma letra que aún mantenía “A la tarde vamos a ir a este lugar y nos vamos a quedar para siempre”

     A pesar de que lo había puesto muy contento encontrar este papel, no creyó que fuese algo tan importante como para llamarla. Pensó que era mejor que ella lo viera cuando volviera a la casa. Ya no se veían tanto como antes a pesar de vivir juntos, así que le dejó una nota escrita a mano al lado del hallazgo amarillento.

* * *

     La comida estaba lista. Sobre la mesa había panes, carnes, verduras, dos jarras de jugo. Sendos vasos y cubiertos para el señor y la señora Rostt dispuestos en la mesa con pericia milimétrica. No había ruidos adentro. Apenas se escuchaban las pesuñas de las hojas secas raspando la vereda cada vez que se levantaba vientito. Era otoño y las calles no se decidían entre el amarillo y varios tonos de marrón.

     Dejando el fondo de la calle, la calle, la vereda, las flores en el cantero de la ventana, la ventana, ya adentro del comedor, cálidos en la mesa, sentados comiendo, el señor Rostt y la señora Rostt conversaban acerca de aquel sonido. Él también creyó que eran pesuñas, que se quebraban en el asfalto, que se deshacían generando más ruido, y que cada partecita se iba a ir despedazando hasta volverse arena o polvo lo suficientemente fino como para escapar volando del cordón de las calles y terminar cerca del mar.

     Pero ella argumentaba otra cosa. Creía que eran hojas secas, que habían caído de un árbol que seguía vivo, que el árbol ya no las necesitaba porque eran marrones y viejas; creía que las hojas, de haber podido, tampoco se hubieran quedado, ahora estaban rodando por la calle hasta encontrar una boca de tormenta que las trague para perderse en la oscuridad, y caer y caer en ese cubo negro de incertidumbre con olor a moho y alas de cucaracha, encontrar el agua más negra y fría que la oscuridad, agua que finalmente, también las llevará al mar. Ambos sonrieron por la coincidencia. Sus ojos brillaron cuando cruzaron sus miradas. El brillo se trasladó de los ojos a las copas de agua, y de las copas a una imperfección en el vidrio de la ventana.

     Él había terminado de comer, había comentado algo acerca de un sabor fantástico en la comida, quería adularla, comprobar que ella se ponía contenta con lo que él le decía. Pero pronto olvidó los motivos por los que la miraba, ya no necesitaba comprobar que ella se sintiera bien por obra y gracia suya. Ahora la miraba absorto en la otra silla, apenas a trece o catorce años de distancia, casi que con estirarse, hubiera podido alcanzarle la fuente de carne. Ella siempre tardaba un poco más para terminar de comer. Tomó un sorbo de vino y alejó su plato. Acercó su silla a la de él, poniéndose de costado a la mesa. Hizo lo mismo con la silla del señor Rostt, mostrando una fuerza admirable al mover la silla con su esposo encima. El hombre no estaba muy acostumbrado a juegos de este tipo, tan cargados de misterios y silencios, pero no pensaba desarmarlos, por lo que guardó silencio y sonrió dispuesto. Desde el fondo de la calle, cruzando la calle, llegando a la ventana, a través del cantero con flores que precede a la ventana, traspasando la ventana, adentrándose en el comedor y pasándolos a ellos, la mesa aún tenía bastante comida, tenía carne tibia, pan salado y vino tinto a temperatura ambiente.

     La señora Rostt desabrochó dos botones de su camisa blanca, se ató el cabello y observó de cerca cómo se inflamaban dos venas en el cuello de su esposo excitado. Así que dejó caer un par de lágrimas, una y una. Las venas del señor Rostt cedieron, hasta los capilares más finos y cada uno de sus nervios, sus músculos se ablandaron. La señora Rostt enseguida acomodó el cuello de su camisa dejando ver el filo de su clavícula; el señor Rostt volvió a inquietarse. El hombre comenzó a sentir un movimiento pendular en sus sistema circulatorio que iba hacia atrás con cada lágrima y que volvía hacia delante con la respiración de los senos que asomaban tras la camisa desabotonada.

     La mujer tomó el mando; agarró de la muñeca la mano de su esposo y se la llevó a la boca. Le dio unos besos en el dorso, se frotó la mano muerta por la cara y luego lamió enérgicamente la palma de la mano de abajo hacia arriba. El hombre seguía con el vaivén interno, cada vez más intenso. La mujer le tomó uno de sus dedos, lo metió en su boca y comenzó a rasparlo con los dientes ante la mirada del señor Rostt que seguía esperando alguna orden. La señora Rostt lo miró a los ojos derramando más lágrimas. Raspó un poco más profundo, mordisqueando por los lados el dedo de su esposo. Las lágrimas que no dejaban de salir fueron volcadas sobre las lastimaduras, el hombre casi no sentía nada. Así que volvió a meter el dedo en su boca y tanteó con su lengua las heridas, acomodó la primera falange entre las muelas y le apretó con fuerzas. El señor Rostt sintió el dolor, pero se quedó quieto, las lágrimas de la mujer caían por las mejillas y se colaban por la comisura de los labios mezclando sabores y colores. Bajó un poco la vista para ver la boca hambrienta, los ojos salados de su mujer. Ahí estaban, redondos, expectantes, iluminados; las pupilas profundas, inalterables, cautivas tras el cuerpo y sus faenas. Tenía algunas pestañas pegadas por el agua de las lágrimas, lo miró, se relamió obscenamente y volvió a su actividad.

     Mordió un poco más y se desprendió la camisa por completo. La punta del dedo estaba destrozada chorreando sangre, enhiesto esperando por más. Le chupó el dedo como si fuese un caño tapado y el hombre sintió un grueso dolor corriendo por sus venas; sentía que lo estaban vaciando de a poco, que la sangre se le terminaba, que el cuerpo se iba endureciendo. Entonces, tan solo entregada a saciar su deseo, comenzó a succionar con más fuerza. Sintió cómo la sangre se apresuraba para salir por su dedo, sobrexigiendo a las arterias de su índice, luego de su mano, su brazo; el dolor de succión siguió por su hombro, su pecho y bajó hasta la última costilla del lado opuesto a la mano que estaba siendo sorbida. El dolor se asemejaba al vacío, a la séptima eyaculación de una noche, a una punzada en los riñones. El dolor exigía por favor a su cuerpo que la carne desagotara toda su sangre a gritos para satisfacer a aquella boca sedienta, pero el cuerpo no podía responder y se estaba secando tejido por tejido. Cuando la señora Rostt quitó su boca del dedo de su esposo, éste pudo ver un círculo blanco, su falange amaneciendo, y un estrecho borde de carne, de carne decolorada, reseca; no goteaba en lo más mínimo, tenía un tono de rosa apagado, avejentado. Los ojos de la señora Rostt, barnizados en un brillo dulce y líquido, se volvieron hacia él, blancos, más blancos que el hueso; sus pupilas, negras, más negras que sus propias pestañas, que era mucho decir. Empezó a lamer otro dedo, el anular. Con menos rodeos que con el primero, se abocó a trabajar el dedo del anillo del que aún no salía una gota de sangre. Esta vez no fue con las muelas si no con los incisivos; lo miró fijamente a los ojos, el rimel se estaba corriendo con las lágrimas, y agrandando sus pupilas hasta el borde de lo posible, sin perder de vista los ojos de la presa, mordió y cortó de un solo golpe. La sangre que salió fue mucha. Fingió no caberle en el cuenco de la boca tanta sangre, y echándose hacia atrás, derramó un poco por la comisura de sus labios. Dos chorros generosos corrieron hasta el mentón y cayeron sobre el techo de sus senos abovedados.

     Los principios de mareos lo hicieron entrecerrar los ojos. En imágenes cortadas, la veía extasiada, entornando los ojos, cerrándolos espesamente, y no se atrevía a detenerla. Envuelta en un halo de divinidad, se frenó un segundo, succionó con fuerza el dedo, empujando su cabeza en idas y vueltas, y tomó aire, casi ahogada. Se notaba que había estado aguantando la respiración. La sonrisa le marcó un rosado en los dientes, los labios estaban delineados con una finísima hilera de glóbulos rojos; aquella línea estaba formada por los sedimentos que fueron quedando de la sangre coagulada que llegaba hasta el borde de los labios, en las casi imperceptibles oleadas de saliva que el ejercicio de la succión patrocinaba. Ahora la sangre manaba del anular, el dedo seco seguía extinto, mocho, a un costado.

     Despellejó este nuevo dedo por completo raspándolo con los incisivos. El rosado de la sangre mezclado con la saliva, resaltaba el blancor y la tersura de su rostro enchastrado. Era una hoja de algodón pincelada con el deshielo de un helado de frutilla. Y sonreía, y tragaba. El señor Rostt podía sentir el calor de la garganta cada vez que engullía su dedo y lo mamaba. No tardó en esconder un poco su rostro detrás de sus hombros descubiertos, y llevar la punta del dedo hasta las muelas. Lento y seguro, el sexteto de molares, destrozó las primeras falanges. El señor Rostt comenzó a marearse, el ardor casi le provoca un desmayo, la miró e intentó quitarle la mano. Pero vio en su cara la simiente de la soledad en sus ojos diecisiete. La mano destrozada estaba entre el perfil de él lagrimeando y el perfil de ella cruzado de pinceletadas rosadas hasta cerca de los ojos, mirando decepcionada, engordando una lágrima en el umbral de sus pestañas. Una lágrima tan sola que no podría cargar con su peso, se caería al piso frío y ya nada podría hacerse. El señor Rostt, se limpió los ojos con la manga de su mano rota y la devolvió a la boca tibia de la señora Rostt. Ella sonrió, y fue un poco más suave desgarrando la carne. Se prendió de los dedos que le faltaban y se pasó a la otra mano. La sangre que salía era cada vez menos. Con cada dedo que comenzaba a masticar, el cerebro parecía enceguecer sus ojos con un color azul profundo, el dolor lo hacía marear, y más aún con el aumento de sangre perdida. Volvía a morder y masticar; él enredaba sus pies a la pata de la silla y esperaba el mordisco que abría la herida, azul, azul, azul. Creyó conveniente comenzar por morderse él solo la primera parte de los dedos, y más tarde de los muñones de la muñeca, para dárselos a ella, así podría controlar mejor los mareos. Llevaba sus manos a la boca, mordía con desconfianza, cerrando los ojos, y cuando la brecha quedaba abierta, se los alcanzaba sangrando a la señora Rostt. Luego seguía el dolor insistente, el sonido de la garganta pequeña tragando los pedazos, bebiendo la sangre, el sonido crocante de los huesos quebrándose en las muelas, como pequeños caramelos duros, y los suspiros agitados. El señor Rostt casi no respiraba cuando aquella boca insaciable lo mordía. Al terminar la segunda mano, la señora Rostt parecía satisfecha, se relamió de modo animal y se tocó la panza. Le acarició la cabeza, y se agachó para besarlo en la boca, el señor Rostt estaba en el suelo. Sin darse cuenta se había ido deslizando hasta la alfombra, que ahora le parecía muy cómoda. Sintió el beso, y la caricia en su cabeza, vio que la señora Rostt le decía algo, pero no pudo escuchar nada, el sueño lo estaba venciendo. La señora Rostt movía un dedo negándole algo, luego hizo unas señas, como de aviso, y señaló la puerta. El señor Rostt asintió sin saber qué le decían y se acostó en el suelo, relajó todos sus músculos y miró hacia atrás, con la cabeza desplomada en el piso. La señora Rostt lo saludó desde el umbral y preparó las llaves, sin preocuparse por llevar el saco salpicado de sangre, y la cara maquillada en glóbulos rojos muertos. Cerró con llave, el señor Rostt, con sus muñones a los lados, envueltos en gelatinosos coágulos tintos, cerró los ojos extenuado.

* * *

     Él está sentado en el sillón esperando que llegue. Se da vuelta, se acomoda mejor y piensa que debería llamarla, pero no va a hacerlo. No es la primera vez que se atrasa; llegar tarde es parte de ella, como la ropa que usa. Así y todo, conociéndola, la espera se hace insoportable. Se para y mira por la ventana, se acerca con desesperanza creyendo casi imposible que justo en el momento en el que él se asoma ella llegue, pero cualquier movimiento de bolsa de basura, de perro cruzando la calle, de paloma aleteando en la vereda le devuelve la esperanza en una milésima de segundo, como si ese descreimiento que tiene fuera el disfraz de la más tierna esperanza que queda al desnudo ante cualquier movimiento en la calle.

     Camina hasta la habitación, se peina y se ve la cara en el espejo, está demasiado viejo. Las arrugas parecen reptar en su cara, y tras los flancos de las sienes se descubren algunos pelos blancos. Definitivamente no se iba a poner los anteojos.

     Entre el dormitorio y el living lo alcanza un frío adolorido. Calcula que algo grave está sucediendo. Vuelve a asomarse a la ventana, pero no ve nada. La calle está vacía, y este vacío le enfría el cuerpo. El frío lo invade, la casa entera parece un glaciar. Abre la puerta, siente la temperatura del aire y recién ahí puede notar que lo que se ha congelado repentinamente es su casa, afuera el tiempo está igual, templado y con una leve brisa. Vuelve a cerrar la puerta para que ella no se dé cuenta de que él está desesperado, esperándola. Se sienta en el sillón otra vez y escucha unos ruidos en su puerta. No se quiere levantar, cree que esos ruidos son producciones de su imaginación para hacerlo acercarse a la puerta. Escucha un “Dale, dale. Tírenla abajo que seguro está adentro”. Pero no hace caso. Se va para la habitación otra vez. Se sienta, ahora en la cama, y nota sus manos entumecidas por el frío. Se mira en el espejo, se peina un poco más y se encuentra transpirando pero con frío. Se odió a sí mismo por enfermarse justo ahora que iba a ver a su novia.

     Se vuelve a sentar en el sillón, ya no sabe cuantas veces se paró y se sentó. Le duelen un poco las manos ahora, eso no es parte de los síntomas de una gripe, se las frota un poco y se secó la transpiración. Mira el reloj y sin querer escucha el aleteo de una paloma en la calle, muy lejano. Hay demasiado silencio en la casa. El sonido del reloj se hace rey en el frío de la casa, es el único que se pasea haciendo rebotar sus segundos en el umbral de la cocina.

     Una madera se rompe en su puerta, ahora sí va a ver qué sucede. La calle sigue desierta y un perro duerme sobre la montaña de hojas que tiene el vecino en su vereda. Nadie dio cuenta del ruido, nadie se asoma en la calle.

     Agarra unos papeles que estaba leyendo, los hojea, los cuenta, acomoda las hojas y las vuelve a hojear. Escucha algunas advertencias, ambulancias, pero muy a lo lejos. “Está todo lleno de sangre” “Llévenlo”. Piensa que afuera debe haber un accidente. Pero no va a levantarse otra vez, si no ve a nadie en la vereda se va a volver loco. Sigue escuchando cosas a pesar de no querer prestar atención a los sonidos exteriores. “Quédese afuera que nosotros lo sacamos”. Sirenas, murmullos y el sonido de caños y chapas se suceden; aunque lejanos, los sonidos son muy nítidos.

     De repente, el silencio otra vez.

     Está cansado de esperar, levanta el tubo, confirma el tono y corta.

     Se acuesta en el mismo sillón. El silencio se desparrama. Casi dormido comienza a pensar en ella. Comienza a pensar deliberadamente en ella. En su forma de caminar, en su jumper convulsivo, sus cuadernos y carpetas que abre muy poco, en lo que iban a hacer hoy. Ya no recuerda muy bien si iban a ir a una plaza o a comer a un restaurant, si iban a ir a un recital de mala muerte o a escuchar alguna banda de jazz entre gente de su edad y estatus, si tenían que preocuparse por la tarea de biología o por los informes de la oficina. Mira su mano y ve una pequeña herida en su palma, cerca de los dedos. Sangraba y del corte manaba un ácido sabor a hierro y sal. Piensa en lo que habría hecho ella de estar ahí. Le habría lamido la herida para sanarlo, lo habría abrazado exagerando el accidente. Ahora piensa que ya no quiere que lo llame, quiere que llegue. Que lo abrace. Hace frío.

     Afuera escucha nuevamente ruidos y voces, más fuertes que antes. Y escucha una voz, su vecino. Está gritando “Fue la loca” y entonces ahí sí se levanta y se asoma a la ventana porque ese tipo no se lleva bien con su novia, y seguro ella anda por ahí y le debe estar echando la culpa; por eso los ruidos. Intenta agarrar el picaporte, pero no puede, lo golpea con la mano, pero no lo puede agarrar. Finalmente lo baja y abre la puerta. El silencio nuevamente.

     Se queda en la puerta sintiendo la brisa en la cara, el sonido de las hojas de los árboles. La calma del vecindario se mantuvo unos segundos hasta que el sonido de una lata estalló en las baldosas de su vereda. Axaia venía pateando la lata. Venía en musculosa, bermudas y zapatillas de lona. Se había cortado el pelo muy cortito y estaba más linda que nunca. Con el flequillo en la cara, bastante despeinada se acercó al trote, sonriendo, alunando sus labios perfectos.

     Sonríen ambos, Axaia se acerca hasta el umbral, y recién ahí, el señor Rostt la besa estrenando el corte de pelo. Un mechón afilado cae sobre su ceja tapándole parte del ojo que observa curioso, la boca que la besa. Ella lo toma de la mano, ya quiere salir. Pero él siente ganas de quedarse. Mira su casa y la encuentra fría. Aun así quiere quedarse. Busca alguna razón, un justificativo, pero no encuentra ninguno. Simplemente tiene miedo de salir. Ahora ella tiene que insistir. Le dice algunas cosas al oído, le besa el cuello y los ojos, le promete un lugar extraño, único, igual al del dibujo. Él sigue en el umbral de su casa, con la llave en la mano. Y ella que habla para convencerlo sin saber que en realidad lo que lo convence es que lo mire como lo está mirando con sus pestañas negras; que lo mire y le hable, porque cuando habla mueve la boca de una manera muy sensual. Ella lo sabe y después empieza a mostrar cada vez más su lengua hasta exponerla obscenamente. Axaia da tres pasos hacia atrás y estira su mano; ya no lo alcanza. Le pregunta por el dibujo; él no sabe dónde lo dejó. Se siente un poco culpable, la mirar ahí afuera alejándose, con la mano extendida; y él extiende su mano. Ella lo agarra de la muñeca con su mano fría y lo arranca del umbral cortando los hilos grises y avejentados que lo ataban a su casa.

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Premio Joven de Poesía de la Feria del Libro * Santo Domingo 2009


Zuleika Pagán López

Puerto Rico, 1982. Cursó estudios en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Publicó el poemario Ankh (Isla Negra Editores, 2008) y en la antología La mujer rota (Literalia Editores, México, 2008). Co-dirige la revista literaria El Sótano 00931 junto a Federico Irizarry Natal y es uno de los fundadores del sello Sótano Editores.

Zozobra
selección de cinco poemas
      [5]

dame la mano en la estancia próspera
no recojas grumos en la noche
voy a navegar porque no soy jardinero
-brindo por ello-
brindo también por el pasado efímero
por el terror a las luces artificiales
por Lima la horrible
-que no lo será tanto-
porque en ella moriré
con treinta y un soles en los bolsillos

hasta entonces,
no volveré a recorrer valles de tuertos
ni cabarets iluminados
no pariré -lo juro-
la sífilis alegrará mi cuerpo
lo transmutará en rayuela

pero dame la mano en la estancia próspera
no recojas grumos en la noche
ven conmigo a morar
en la tranquilidad del asesino



     [17]

arde zozobra
para escuchar los gritos de los niños
ver el terror en los ojos de los espantapájaros

arde miedo
para que purifiques el alma de los jóvenes
las vírgenes se donen a la causa
las parturientas sangren menos
la frente de los hombres sude más

simplemente arde
que los espías nos llaman ingenuos
y las raíces absorben las sombras de los árboles



     [23]

al cuco

corrí descalza por campos veraniegos
pinté las paredes de la casa
con el lápiz labial preferido de mi madre
no me lavé los dientes muchas veces
me escapé del colegio muchas más
te nombré frente al espejo
una
dos
tres…

hasta que el gallo cantó

estuve en vela noches enteras
rompí los vidrios de las ventanas que pude…
todo por la promesa de que vendrías a comerme



     [33]

cuando muera y me quiten el cuerpo
me entreguen el nuevo
voy a estrenarlo con cualquiera, menos contigo
-ese error no lo cometo dos veces-
sin embargo
cuando mueras y te quiten el cuerpo
te entreguen el nuevo
exijo sea de segunda mano
de los defectuosos que devuelven a garantía
es decir, esos que reparan con piezas de imitación…



     [44]

la tarde que conocí al ropavejero
llovía sobre las alcantarillas iluminadas
era innecesario el olfato
sabía que olía a verde claro
yo corría a cuestas con mi chubasquero amarillo
y la mochila que contenía todo menos mi futuro
me detuve frente a él y comprendí que era
un hombre sin dientes frente al escaparate de una carnicería
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